lunes, 15 de julio de 2013

Capítulo 2: Feliz San Juan

Salí a dar una vuelta por las calles de aquel pueblo con Blas. Le puse la correa y allá fuimos. Había algunas familias, que, al igual que yo, habían ido allí a pasar las vacaciones. Decidimos bajar a una playa que no era la que la gente normalmente usaba. Allí iban los marineros y la gente con perros para que pudieran ir a la playa. En ese momento no había nadie allí, así que tuvimos la playa para nosotros solos. Le quité la correa a Blas y lo dejé correr por ahí, mientras yo me sentaba donde la arena estaba seca. Blas fue hacia la orilla y corrió un poco por ahí. Yo sonreí al ver esa escena. Me fijé que el marinero que antes había visto salir a la mar había vuelto ya. Colocaba todo en su sitio, y luego ató su barco a una boya que había delante de su sitio. Bajó y se colocó la chaqueta en el hombro, mientras se quitaba su gorra y se limpiaba el sudor con el brazo. Lo vi perderse entre la gente. Miré hacia el mar, el mar subía y bajaba suavemente, y mi perro disfrutaba del buen día. Estuve alrededor de media hora ahí, hasta que decidí que era hora de continuar con el paseo.

Até a Blas con la correa y subimos por las escaleras que comunicaban la playa con el paseo. Llegamos arriba y fuimos al parque, donde muchos niños se divertían. La mayoría de la gente que iba a veranear allí eran familias con sus hijos. Nadie de mi edad, bueno, casi nadie. Me senté en un banco con mi perro en mi regazo y contemplé a los niños jugar. A veces echo de menos aquellos días en los que nada me preocupaba, era inocente y me pasaba el día jugando, libre de obligaciones. Volví a casa y directamente fui a pegarme una ducha.

Cuando acabé me puse el pijama y bajé al salón con mi abuelo. Estaba viendo los deportes, como no. En cuanto me vio, me dijo:

-Isa, mañana es San Juan, y como todos los años se organiza una hoguera en la playa, ¿quieres ir?

-Vale- respondí.

-Allí a lo mejor conoces a alguien que haya venido este año- me dijo.

-A lo mejor.- Le di da razón, aunque, seguramente pasaba como todos los años, o eran todos muy mayores o muy pequeños.


El 23 de junio llegó. Yo estaba acabando de vestirme para ir a las hogueras con mis abuelos. Me puse unos leggins negros y una camiseta que dejaba un hombro al aire y me puse unas zapatillas rojas. Me dejé el pelo suelto. Los tres fuimos juntos camino a la playa, donde había un grupo de gente concentrada. Mi abuelo dijo que iría a ayudar a unos amigos a encender su hoguera, y mi abuela fue a ayudar a las demás señoras a hacer las sardinas.

Yo me quedé sola, y fui a dar una vuelta por la playa, para ver el ambiente. La gente estaba en grupos, preparando desde hogueras del tamaño de mi pie, hasta hogueras que eran tres veces yo. En una había una familia en la que había un chico de mi edad. Lo miré. Era muy guapo. Tenía los ojos azulados y el pelo castaño. Él me miró y me sonrió sin enseñar los dientes. Yo bajé la mirada, tímida, y seguí caminando.

Cuando recorrí la playa entera, di media vuelta y volví sobre mis pasos. Llegué junto a la hoguera donde estaba mi abuelo con un grupo de señores.

-¡Hola Isa!- saludó mi abuelo-. ¿Quieres ayudar?

-No creo que mi ayuda os sea útil- respondí. Me senté sobre la arena, a mirar como mi abuelo y sus amigos preparaban su hoguera.

Apoyé mi barbilla sobre mi mano, y miré. Entonces, noté como alguien se sentaba a mi lado. El chico que antes había visto con su familia estaba sentado con las piernas estiradas y sus manos apoyadas en la arena.

-Hola- me saludó.

-Hola- saludé tímida.

-Soy Pablo- se presentó.

-Isa- dije.

-Mi abuelo está ahí, preparando la hoguera- me dijo, señalando con la cabeza al lugar donde estaba mi abuelo.

-También el mío está ahí- dije.

-Voy a echarles una mano- dijo, levantándose-. Ya nos veremos.

-Adiós.

Pablo fue hacia donde estaban mi abuelo y el suyo, y saludó a los señores. Luego, empezó a colocar las cosas que tenían para hacer la hoguera todas juntas, y cuando terminaron, sacó una cerilla y le prendió fuego. Luego, prendió fuego a la hoguera, y el fuego se multiplicó e hizo que la hoguera se viese preciosa.

Todos juntos empezaron a saltarla por las esquinas, riendo y disfrutando como nunca. Pablo se aproximó a mí, me tendió la mano, y me preguntó:

-¿Vienes?

Yo lo miré. Estaba sonriente. Le di la mano y me levanté. Fuimos hacia la hoguera y pegué un pequeño salto por la esquina. Dimos un par de saltos más, y las señoras llegaron con platos llenos de sardinas. Estiraron un mantel en el suelo, y nos sentamos ahí a comer las sardinas. Todos nos las acabamos enseguida. Estaban deliciosas.

Al acabar, las señoras se apuntaron a saltar la hoguera. Así estuvimos hasta las tres de la mañana, que fue cuando todo el mundo dio por finalizada la fiesta. Volvimos a casa, y nada más llegar, me tumbé sobre mi cama y me quedé profundamente dormida, para no despertar hasta la mañana siguiente.

miércoles, 3 de julio de 2013

Capítulo 1: Siempre igual

Todos los veranos igual. Mi madre se marcha a San Francisco con mi padre por motivos de trabajo y a mí me mandan a un pueblo costero donde viven mis abuelos con mi perro, aún en contra de mi voluntad. Yo allí no conozco a nadie, tengo que estar todo el rato con mi abuela, y la quiero mucho, pero es que ya cansa.

-¡Isa! ¡Coge tus maletas que nos vamos!- gritó mi madre desde la cocina.

-¡Voy!- respondí.

Bajé a la cocina con todas mis cosas. Iba a pasar allí dos meses y una semana. Nos metimos en el coche, y yo saqué mis cascos, y puse mi música favorita, con mi perro en mi regazo. Fui todo el camino pensando. Mis padres me dejaban en el pueblo con mis abuelos, se quedaban un rato para hablar con mis abuelos, y luego se iban a Santiago, al aeropuerto.

Tardamos alrededor de una hora en llegar allá, y fuimos directos a casa de mis abuelos. En ese pueblo eran todas casas, y había una zona dedicada a apartamentos. La playa le quedaba cerca a todo el mundo. Había un supermercado pequeño donde los habitantes compraban, y un par de carnicerías y pescaderías.  Había un puerto lleno de veleros enfrente de la casa de mis abuelos. A mí me encantaba asomarme a aquella ventana y mirar los barcos, desde los más grandes a los más pequeños.

Cuando llegamos estaba mi abuela en la puerta esperándonos. Bajamos del coche y mi padre me cogió las maletas. Me dio una y yo llevé la otra. Dejé la maleta a un lado y corrí a abrazar a mi abuela.

-Hola cielo- me saludó abrazándome.

-Hola abuela- la saludé.

-Venga, pasad- dijo mi abuela, dándonos paso a entrar.

Así lo hicimos, y dentro vimos a mi abuelo en el sofá viendo la tele. En cuanto nos vio, se levantó a saludarnos a cada uno con un abrazo.

-Hola abuelo- saludé cuando me abrazó.

-Hola Isa, ¿qué tal?- me preguntó.

-Muy bien- contesté.

Mi abuelo fue a saludar a mis padres, y mi abuela me acompañó a llevar mis maletas a mi habitación. Mi perro fue detrás de mí. Entramos, la habitación seguía igual de bonita que el año pasado. Mi abuela había cambiado las sábanas. Sobre la cama había un cuadro de una flor, con una mesilla a cada lado y un banco a los pies de la cama. En la pared que estaba a la izquierda de la cama había un espejo y un armario. Frente a la cama había un gran ventanal donde se podía ver el puerto. Me ayudó a dejar las maletas junto a la cama y me dijo:

-Cielo, voy a bajar a tomar el café con tus padres. Tú deshaz las maletas, y cuando tus padres se vayan bajas a despedirte, ¿vale?

-Vale, abuela- contesté.

Mi abuela se marchó, cerrando la puerta detrás de ella, y comencé a deshacer mis maletas. Guardé mi ropa interior en la mesilla, guardé los vestidos y las blusas colgados en el armario, y los shorts los guardé doblados en las bandejas de abajo, junto a las camisetas, las sudaderas y los leggins. Mis zapatos y zapatillas los guardé en el cajón de abajo del armario. Al fin acabé, y cerré mis maletas y las puse en una esquina.

 Me senté sobre la cama, con mi perro en el colo, y miré el puerto. Había un marinero a punto de embarcar, que estaba izando las velas de su velero. A mí siempre me había gustado contemplar esas escenas las tardes de aburrimiento. Cuando se marchó, decidí bajar a la cocina para despedirme de mis padres antes de su viaje a San Francisco.

Cuando llegué abajo, estaban mis padres y mis abuelos sentados a la mesa, acabándose sus cafés. Cogí una silla y me senté junto a ellos.

-Isa, cielo- me dijo mi abuela-, tu madre te dejará 50€ este verano para que te puedas comprar cositas.

-¿Solo 50?- pregunté.

-¿Y cuánto esperabas?- preguntó mi padre.

-Va a ser mi cumpleaños- contesté-, y es como si no me dieras nada.

-Bueno, te daremos otros 50- dijo mi madre.

"Solo faltaba", pensé.

-Vale- contesté.

-Ahora debemos irnos- anunció mi madre-, si no, no llegaremos al aeropuerto a tiempo.

Todos nos levantamos y acompañamos a mis padres a la puerta. Mi perro, que hasta ese momento había estado tumbado en una esquina, también se levantó. Nos despedimos, y cuando fui a abrazar a mi madre, le pregunté:

-¿Habrá algún año en el que vaya con vosotros a San Francisco?

-Sí, pero cuando seas mayor- contestó mi madre, abrazándome.

-¡Pero ya soy mayor!- repliqué.

-Para mi sigues siendo una niña- respondió-. Adiós, te echaré de menos.

-Y yo- dije separándome.

Fui a despedirme de mi padre de la misma forma que con mi madre. Ambos caminaron hacia el coche y se metieron en su interior. Yo cogí a Blas, mi perro, en el colo y nos despedimos con la mano. Mi madre, que iba en el asiento del copiloto, hizo lo mismo, y el coche arrancó. Se perdieron en las carreteras, camino de la capital gallega.